13 julio 2011

Marionetas
Sonia Silva-Rosas

Al atardecer, alguien
corta los hilos
que hacen colgar a los pájaros
del cielo
y con espinas enumera las palabras
que se escucharon durante el día.

Con esos mismos hilos
alguien ata nuestros huesos;
ya cansados se dejan hacer,
se dejan pintar la noche
y adormecidos contemplan la fina danza
de las sombras:
exquisito desangrar de la luz
sobre el asfalto.

Y la tarde ya no es tarde
sólo noche,
ese lado oscuro en el rostro de Dios
poblado de soles pequeños a punto
de extinguirse.

Ya en lo alto,
—desde los hilos—
uno ve pasar la vida como el humo del cigarro,
uno intenta contenerla
pero el viento bien hace su trabajo
y la vida se va,
se marcha a través de ventanales
y rendijas,
se llena de soledad el rostro
porque ciertamente
solos nos vamos quedando,
solos y marchitos
como las margaritas en el invierno
— solos—
con los versos hechos nudo
en la cabeza,
con la certeza de ser aún jóvenes
aunque esto sea falso.

Y la muerte nos fuma lento,
despacio,
hasta ese momento,
ese minúsculo momento
en que ya no vemos a los pájaros
colgar del cielo.

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